Entre treguas y matanzas

Necesitamos una legalidad internacional que proteja al débil

Hace un año la guerra entre Ucrania y Rusia se había estancado y Rusia propuso una tregua para la Navidad ortodoxa, común a rusos y ucranianos. Era quizás una oportunidad para negociar la paz. El gobierno de Kiev no aceptó alegando que eso daría ventaja a los rusos que tendrían entonces tiempo para descansar y reorganizarse. Desde entonces las víctimas civiles y militares se cuentan por decenas de millares, sin que se vea un final al conflicto ni perspectivas de discusiones constructivas entre los contendientes.

Para estas Navidades de 2023 tenemos otra contienda en la mal llamada Tierra Santa que ha producido ya millares de víctimas, sobre todo entre mujeres y niños. Ha habido, con todo, una tregua de algunos días, que no ha conducido ni a la liberación de la mayoría de los rehenes de Hamás tras la incursión asesina del 7 de octubre, ni a la suspensión de los bombardeos o el acoso medieval de la población civil palestina en las represalias de Israel.

Estas atrocidades propias de la prehistoria de la humanidad se cometen en un siglo XXI que se supone habernos llevado a la culminación del progreso, tras un convulso siglo XX que había propiciado dos guerras mundiales y múltiples conflictos coloniales. Un siglo XX que aún con varios intentos de genocidio como el de la Alemania nazi con los judíos, o el de los jemeres rojos en Camboya, había logrado poner en pie instrumentos internacionales para evitar la repetición de barbaries semejantes.

En este contexto conviene recordar que la creación de la ONU o la de la Corte Penal Internacional (aunque las grandes potencias hayan esquivado someterse a la autoridad de dicho tribunal) han sido hitos importantes del género humano para llegar a una convivencia civilizada a pesar de las diferencias. 

Vemos sin embargo con pesar y temor como este edificio común, tan trabajosamente construido, está sometido a los envites de países y fuerzas que dan prioridad a la satisfacción de nacionalismos de guerra y conquista, como ya los hubo en el siglo XX. Peor aún, en Oriente Medio estos nacionalismos se combinan con mesianismos y teocracias que el imperio de la razón y el sentido común deberían haber desterrado hace tiempo.

No es de recibo descalificar al Secretario General de Naciones Unidas o a la presidencia de turno de la Unión Europea cuando recuerdan que el derecho internacional humanitario debe ser respetado. Como tampoco lo es el desplazamiento forzoso de millones de personas en territorios en disputa, para concluir que los hechos consumados dan la razón al que los ejecuta y a los que lo apoyan. Porque el mensaje es claro: tú puedes tener razón o razones, pero manda el que tiene más músculo y cualquiera de nosotros, ciudadanos de a pie, tiene que someterse a esa indigna regla de tres. 

La pasividad o la complicidad de las grandes potencias y singularmente de la Unión Europea, aunque ya no cuente como potencia internacional, han permitido por ejemplo que se tetanice o eternice un conflicto que desde hace 30 años podía haberse resuelto o canalizado. O porque, como hace poco escribía alguno: “…no tenemos manera de evitarlo. Lo único que podemos hacer es quitarnos de en medio para que ese tren no nos atropelle también a nosotros”.

Avergüenza ver como la fuerza bruta impone sus criterios sobre esta pobre legalidad internacional que tan penosamente se ha construido. Peor aún: disponemos de un paralizado Consejo de Seguridad de Naciones Unidas donde un miembro permanente invade otro país y otro veta sistemáticamente las resoluciones que no le convienen.  

Personajes de calibre internacional como Javier Solana, el antiguo ministro de exteriores alemán Joschka Fischer, o el francés Dominique de Villepin, alertan de que el mundo está entrando en un tiempo incierto que nadie sabe dónde nos puede llevar. Una etapa en la que el Sur global reivindica, como se ha visto en la Asamblea General de Naciones Unidas, un nuevo orden frente a lo que califican de doble rasero del Occidente post-colonial.

Hoy más que nunca importa tomar conciencia de que necesitamos de esa legalidad internacional que protege al débil frente al poderoso. De que reforzar esos instrumentos internacionales frente a la ignominia es indispensable para no repetir experiencias como la matanza de 800.000 tutsis en Ruanda en 1994, durante tres meses y a la vista de todos sin que nadie interviniese.  De que el diálogo y la negociación son las bases de la convivencia, porque llegados a las manos todas las guerras son guerras civiles.

Y ya que tenemos a la vista elecciones europeas recordar a nuestros futuros representantes que Europa merece la pena por los valores que supuestamente compartimos, porque de lo contrario tendremos la barbarie mucho más cerca de lo que nos gustaría. 

Jose Ignacio Bustamante

(publicado en El Correo y El Diario Vasco del 31 de diciembre de 2023)

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